jueves, noviembre 22, 2012

Señores Supremos: Terry Gilliam (1ra. Parte)

En el documental “The Battle of Brazil”, Terry Gilliam bromea sobre cómo a veces el cine no se relaciona con dónde se pone la cámara sino con cómo se lidia con la industria. El realizador alude a su experiencia durante las distintas proyecciones de Brazil, proceso en el cual los estudios prácticamente le exigieron modificar el final de su inclasificable largometraje. Por supuesto, quienes vimos la película sabemos que su última escena es lo que la define. Es la que plantea cómo una maquinaria X nos va empujando tanto a los extremos que nos termina quebrantando. Y, en esa derrota, no tenemos otra opción más que aislarnos en una suerte de realidad paralela donde huimos de la opresión y podemos autodenominarnos sujetos libres. En este aspecto, Gilliam logra que un desenlace duro y casi indigerible adquiera una connotación positiva. Porque a pesar de todo, Brazil es optimista. Lo vemos en esa búsqueda desesperada que emprende Sam para hallar a Jill, la mujer que le devuelve la fe en los sueños. Incluso lo vemos en los ojos de Sam en el final, cuando ese sueño ya se vuelve más concreto, cuando es el único lugar donde encuentra refugio.

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Pero de Brazil se puede decir mucho más. Se puede hablar de Kafka, de Orwell, de Kubrick. En su desmesura nos topamos con múltiples influencias que colaboran para la creación (vaya creación) de un mundo nuevo. Eso, que se convertiría en una constante en Gilliam, acá está acentuado, desplegado en su incuestionable belleza (porque también hay belleza en la oscuridad), en su humor, en su slapstick, pero, más que en ningún otro aspecto, en el retrato ardiente y fascinante de las más distópicas de las historias de amor. Una historia que, como el propio director y su imaginación insaciable, no conoce fin. Como le dice Sam a Jill: “Vayámonos lejos”. A lo que ella responde: “¿Lejos? Lejos nunca es suficiente”.



Gilliam tiene el don de ser uno de los directores más sólidos a la hora de construir un universo propio identificable, y por otro lado la desgracia de ser uno de los que han tenido peor fortuna a lo largo de su carrera por factores ajenos a su capacidad creativa. A día de hoy, con setenta años a sus espaldas y aun habiendo alumbrado obras de culto, Gilliam se las desea para mendigar dinero (sin demasiada fortuna) a los productores cuando quiere sacar adelante un proyecto. Mientras tanto, en el mismo planeta, Michael Bay se financia tres Destruction Derbys con robots gigantes entre la hora de la sesión de spinning y la de las pesas y Paul W.S. Anderson adapta un videojuego o viola el cadáver de Alejandro Dumas cuando tiene una tarde tonta.

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El universo de Gilliam orbita principalmente en torno al concepto de la imaginación y la percepción del mundo (o los mundos) a través de ella: hombres que sueñan con mujeres que aún no existen en sus vidas, viajes a través del tiempo o fantasías iconoclastas que alejan al personaje de un mundo cotidiano y opresor. Incluso aquellos casos en los que Gilliam no bucea por completo en el género fantástico su obra se dedica a hacerle ojitos al realismo mágico, siempre rebozándose en un ubicuo y personalísimo humor negro fruto de la combinación del absurdo Pythonesco y de ciertos ideales subversivos del propio Gilliam.

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Sería con las películas de los Python donde Gilliam se estrenaría tras la cámara gracias a Los caballeros de la mesa cuadrada (Monty Python and the Holy Grail, 1975). Codirigida junto a Terry Jones —Gilliam en ella se encargaba de la fotografía mientras que Jones hacía lo propio con la dirección de actores— la delirante epopeya del rey Arturo tenía más de hijo del colectivo cómico que del propio Gilliam, quien entretanto aprovechaba para comprobar como de cómodo era estar detrás del objetivo.

Dos años más tarde se aventuraría en la dirección en solitario con La bestia del reino, film cuyo título original era Jabberwocky, un nombre de monstruo imposible sacado un poema de Lewis Carroll. La obra, pese a no contar con el beneplácito ni de crítica ni de público, generó un pequeño culto debido a que en aquella comedia medieval empezaba a intuirse el cigoto del estilo de su cine: ambientes medievales sucios, héroe irónicamente involuntario —el protagonista seguía todos los pasos del caballero de cuento de hadas por accidente y su auténtica tragedia era desear en realidad una existencia anodina junto a una esposa con sobrepeso—, una representación decrépita de la burocracia, una elección de vestuario curiosa con capuchas de cuero y harapos como trending clothes, un estilo visual peculiar y un sentido del humor que desde el mismo tráiler no renuncia a su esqueleto Pythonesco. Tanto que en América fue publicitada como Monty Python’s Jabberwocky, cosa que le tocó bastante las maracas al propio Gilliam.

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En 1981 estrena Los héroes del tiempo, fantasía de aventuras en la que un niño acompaña a una serie de bandidos enanos en su viaje a través de diferentes épocas con el noble propósito de desvalijar todo lo posible. Acompañada de un gran éxito en taquilla, en ella se veía a un Gilliam más suelto e ingenioso encuadrando los planos desde abajo para simular la percepción de un niño (o de uno de los enanos), y aprovechando toda sugerencia de los actores en beneficio de la película e incluso sacando jugo entre bambalinas del roce entre ellos, como la enemistad que presumiblemente ofrecía David Rappaport al resto del reparto de menor estatura, ya que consideraba haber sido el único elegido por su capacidad interpretativa y no por su físico. Reparto, por otro lado, lleno de amigos británicos (como sería costumbre) y con la curiosidad añadida de que el guión original citaba la aparición de Agamenón del siguiente modo: “El guerrero se quitó el casco, revelando el rostro de alguien que tiene exactamente el mismo aspecto que Sean Connery, o un actor del estilo [...]”, con tan buena fortuna que el texto llegó a manos del propio Connery —quién no había sido considerado realmente para el rol— y éste solilcitó el papel.

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El sentido de la vida apareció en 1983, y sería la última película de los Monty Python. Film brillante y descojonante a partes iguales para el cual los Python confiesan haberse sacado de la manga el concepto de sentido de la vida porque “era la única forma posible de justificar unos sketchs que no tenían relación alguna entre sí”. Incluso en su momento mostraron su negativa a presentar un guión a la productora, y a cambio le recitaron un poema junto con el presupuesto necesario.

La cinta la dirigiría Terry Jones en solitario y Gilliam participaría de nuevo junto a sus compañeros televisivos ejerciendo sus funciones habituales, pero también acordó dirigir uno de los sketchs que vertebraban la cinta y en un sano ejercicio de megalomanía llevó su propio equipo, montó escenarios gigantescos, contrato un alegre y cantarín reparto de octogenarios y llegó a gastar el doble del presupuesto estipulado para un gag de 5 minutos que al final se convirtió en un cortometraje de media hora.

En palabras de John Cleese: “Yo vi todo aquello y creí que estaba montándose su propia película”.

En palabras de Terry Gilliam: “Eh, que a mí nadie me dijo que parara”.

La ingeniosa solución fue editar el corto hasta el cuarto de hora y presentarlo antes de la película como bonus feature, aunque los protagonistas del mismo en una metabroma ocurrente abordarían (literalmente) la propia película posterior durante el desarrollo de la misma. La idea encantó por hilarante.


La guerra de Brasil


Lo primero que querían era un final feliz. Después decidieron que la temática de la película sería “el amor lo puede todo”. Entonces empezaron a cortar todo el metraje fantástico. Una cosa es discutir sobre si necesitas o no una escena o si esta debería de ser algo más breve. Otra cosa es cuando te dicen “vamos a contar una historia diferente”. En ese punto yo dije “Whoa, es hora de entrar en guerra”.

“La mentalidad del estudio de Hollywood es que los americanos son estúpidos. Ellos tratán de bajar el listón tanto como se pueda hasta alcanzar a lo que creen que es un público idiota. Y yo siempre he creído en la inteligencia de la audiencia. Pero si alimentas a la gente durante el tiempo suficiente con comida para bebés a ellos les acabará gustando.” Terry Gilliam hablando sobre los problemas con la película Brazil.

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Brazil iba a ser llamada 1984 y medio en homenaje a Orwell y a Federico Fellini. Pero en palabras textuales del director “El cabrón de Michael Radford hizo una versión de 1984, y la llamó 1984”, así que el nombre final se le ocurrió a Gilliam cuando contemplando una playa sepultada por cenizas en la costa de Wales se imaginó a un hombre ante un panorama desolador escuchando por radio una canción (Brazil) que evocaba un lugar más alegre.

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Brazil es una joya fílmica que arranca de manera cómicamente cruel, cuando una de sus primeras escenas muestra cómo una mosca aplastada contra un techo causa un error tipográfico que conlleva el brutal arresto de un hombre inocente ante su esposa e hijos y su posterior ejecución. Brazil presentaba un mundo futuro distópico y opresivo, donde el gobierno es una entidad totalitaria —fruto de la exageración de la propia percepción del mundo por parte del director—, las tuberías se abren paso por la vida diaria acorralando a las personas, la burocracia es dañina hasta el absurdo y un empleado gubernamental asfixiado (Jonathan Pryce) sueña con una vida menos agonizante. Brazil es una especie de 1984 sin el Gran Hermano y en clave de slapstick delirante.

La obra fascinó por su excelente puesta en escena, pilló a Gilliam con el chip del ingenio completamente desatado y el hombre acabó concibiendo escenas memorables: el personaje de Robert de Niro desapareciendo literalmente de la historia dentro de una maraña de papeles o una incómoda mesa compartida entre dos habitaciones contiguas. También asentó por completo su estilo acomodándose en los toques retro-futuristas —artilugios y componentes anticuados formando aparatos del futuro, la estética era steampunk sin siquiera intentarlo—, las escenas oníricas de imaginario personal —y no demasiado lejano del de compañeros como Terry Jones—, la perspectiva extrema —aquí comenzó su afición por la lente de 14mm, aquella que los profesionales después apodarían la Gilliam— y una sci-fi noir que se nutría tanto de El tercer hombre como de Fritz Lang, Humprey Bogart, Frank Kafka o El acorazado Potemkin. Lo que nadie se imaginaba era la batalla que estaba por delante con la distribuidora: en Europa la cinta se estrenó sin pega alguna con un notable éxito de crítica de la mano de Fox Pictures International, pero en América a los chicos de Universal se les dilató el intestino grueso con el demoledor (y catatónico) final que presentaba el film. Aterrados por la perspectiva comercial de una cinta con un epílogo tan deprimente, los de Universal asumieron el control total sobre la película y la embargaron tras muchas peleas, alguna modificación del contrato original —entre ellas una clausula que sentenciaba la duración de la obra a estar obligatoriamente comprendida entre los 95 y los 125 minutos (Brazil duraba 142 minutos)—, la trisómica ocurrencia de sustituir la oscura banda sonora de Michael Kamen por otra más rockera para atraer a los adolescentes y una gran serie de recortes y cambios. Un equipo de la compañía comenzó a montar de nuevo Brazil con la misión de realizar los cambios necesarios y añadir un nuevo y alegre final feliz. A dicha versión bastarda se la llegó a conocer como la infame edición Love conquers all



Y entonces Gillliam implosionó.

Universal había modificado por completo su película, un fábula agónica de la deshumanización con tonos kafkianos había sido convertida en un producto anodino donde el mensaje era algo así como “pórtate bien y juega dentro del sistema y al final tendrás a la chica de tus sueños”.

Y habían prohibido a Gilliam exhibirla en cualquier parte de Norteamérica.

El responsable de todo aquel tinglado era Sidney Sheinberg, presidente de los estudios Universal, que demandaba tanto cambio a favor de una posible mejora en la carrera comercial.

Pero Sidney un día abrió el Variety y se encontró con un anunció a página completa pagado por Gillliam con el siguiente mensaje: “Querido Sid Sheinberg: ¿Cuándo tienes pensado estrenar mi película BRAZIL? —Terry Gilliam”.

Gilliam había saltado con pértiga sobre la posibilidad de encomendarse a los abogados sabiendo la batalla perdida de antemano. Prefería montar un espectáculo público. Todo lo que ocurrió a continuación resulta tan cómico como absurdo.

Gilliam alentó a los críticos a que se asomaran a Europa a echarle un vistazo a la película: “Tanteamos el ofrecer a los periodistas vuelos a Londres, o meterlos en un bus y llevarlos a Tijuana para pasarles una proyección”. Sidney, respondiendo a la amenaza, aseguró que la opinión de los críticos no iba a cambiar su percepción de lo que tenía que hacer con Brazil.

Gilliam apareció junto a Robert De Niro en el programa de televisión Good Morning America; De Niro era especialmnte receloso de las apariciones televisivas pero decidió ayudar al ex-Monty Python —“Bobby De Niro dijo muy poco, estaba charlatán aquel día así que debimos de sacarle como unas diez palabras” comentaría jocosamente a posteriori Gilliam—. El presentador lanzó una pregunta: “¿Es cierto que estás teniendo problemas con un estudio?” La respuesta de Gilliam fue directa: “No, estoy teniendo problemas con Sid Sheinberg, aquí está una foto de él en 8×10” y entonces procedió a enseñar a toda la audiencia la foto de Sid.

Sheinberg entretanto estaba en su casa haciendo gárgaras con ácido sulfúrico.

Gilliam fue invitado a dar una clase sobre dirección en una universidad. En la misma se tenía pensado proyectar un extracto de Brazil; cuando la Universal se enteró de aquello interrumpieron vía telefónica la propia charla y, tras una serie de negociaciones, permitieron al director mostrar un clip de su película. Dicho clip proyectado acabó siendo la película completa. Durante las dos semanas posteriores se siguió proyectando de tapadillo para todo aquel que tuviese interés en verla. Y un grupo de críticos se pasó por allí alguna tarde, porque una mañana Gilliam se encontró con un mensaje en su contestador que le informaba de que Brazil acaba de ganar los premios a mejor película, mejor director y mejor guión otorgados por el L.A. Critics Circle. Aquello pilló a la Universal con las bragas por los tobillos y a Sheinberg con el clembuterol en la mano. Se apresuraron a estrenarla de manera paupérrima en una versión de 132 minutos editada por Gilliam y con el final ñoño extirpado; pese tan lamentable distribución—con una cantidad limitadísima de copias y sin siquiera los carteles promocionales— Brazil logró una taquilla bastante espectacular en proporción y la entrada con honores al hall of fame del cine de culto.

ENLACES/FUENTES:
http://blogs.lanacion.com.ar/cine/la-mejor-pelicula-de/la-mejor-pelicula-de-terry-gilliam/
http://www.jotdown.es/2011/11/terry-gilliam-la-belleza-de-lo-grotesco-i/ 
http://www.smart.co.uk/dreams/

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